
Por Orlando Carrió
El guitarrista y compositor Manuel Corona, uno de los cuatro grandes de la trova tradicional cubana, y Longina O’Farrill, despampanante mulata de tez aceituna oscura, viven, desde el mismo momento en que se miran por primera vez, una de esas historias de amor no correspondido que se clavan en el pecho y no entienden de lógicas y convencionalismos profanos. Ella le entrega el gesto belicoso de sus desplantes y mudanzas; él, un rayo supremo, la inspiración irrepetible de un eterno mujeriego.
Longina nace el 15 de marzo de 1888 en la localidad habanera de Madruga, donde se pasa la niñez y adolescencia bailando rumba y haciendo fechorías hasta que Nicanor Mella y Cecilia Mc Partland, irlandesa, la contratan en la capital como nodriza de Julio Antonio Mella —ideólogo de la Reforma Universitaria—, a quien le enseña muchas palabras en español, le canta letrillas de amor y le inculca el gusto por las comidas criollas.
Al cumplir los veinte años, la mestiza, con un cuerpo flexible y esbelto, cutis terso, altos senos y una mirada relampagueante, viaja a los Estados Unidos en compañía de la madre de Mella y del niño para seguir viviendo ese rito de seducciones y melodramas que no la abandonará en el futuro. Durante su pasajero exilio cruza montañas a campo traviesa y no se cansa de recibir piropos en inglés, traducidos en la noche por la señora “Farlán”, como ella llama a la dueña de la casa.
Ya de regreso a La Habana se incorpora a una compañía teatral en la cual baila y canta en los coros, pero sus posibilidades de trabajar de nuevo en el extranjero se esfuman cuando su novio, un negro bravucón y callejero, la amenaza con ahorcarla si se sube al barco.
“Corona y Longina se conocieron en una de las tertulias semanales que se celebraban en un cuarto de solar perteneciente a la trovadora María Teresa Vera, muy popular después por sus dúos con Zequeira y Hierrezuelo, secretea Caridad Miranda en un artículo que puede ser consultado en las redes. Ella, majestuosa y con color de ébano, llegó al lugar por el excomandante Armando André, a la sazón dueño del influyente el periódico El Día.
En aquel tiempo el viejo libertador le pidió a Corona que le compusiera una melodía a la muchacha, vestida de seda y turbante azul, con la que, parece, mantenía relaciones. El artista, mulato indiano, hijo de insurrectos y antiguo tabaquero, no se hizo de rogar y allí mismo garabateó algo con un mochito de lápiz y un papel tan callejero como el polvo.
El 15 de octubre de 1918 estrenó Longina, una de las piezas más conocidas de la trova y del cancionero nacional, grabada inicialmente por la propia María Teresa con la RCA Victor.
Tras el paso del tiempo este andariego de Caibarién, el autor cubano de mayor número de éxitos con nombre de mujer en su repertorio, se enamora perdidamente de su musa inspiradora y deja su destino a merced del verso para quien aún ruboriza a los amantes (Te comparo con una santa diosa, / Longina seductora, cual flor primaveral / ofrendándote con notas de mi lira, / con fibras de mi alma, tu encanto juvenil).
El músico, alegre, conversador y algo tímido, compone también para “su mulata” los temas Aurora, Senda opuesta y La Rosa Negra. Este último, en especial, le sirve para festejar el regreso a la capital de la joven cuando pensaba que no volvería a verla jamás.
Corona, el recordado guarachero de Acelera, Ñico, acelera, fallece de tuberculosis el 9 de enero de 1950 en un cuartucho del bar Jaruquito, de Marianao, y su entierro es despedido por Gonzalo Roig. Longina resiste hasta los años setenta del siglo pasado, cuando muere en un hogar de ancianos de La Habana, sin dejar de pertenecer nunca a ese planeta único de sueños, sexo y piedra al que la confina su amante.
Gracias a las gestiones que realizan varios amigos comunes, en diciembre de 1988 los restos de Longina O’Farrill son trasladados desde el Cementerio de Colón hacia Caibarién para que descansen en la tumba del hombre que tanta fama le da. Entonces se siente en la academia de la música del hermoso pueblo un delirio de guitarras, voces, amores peregrinos y serenatas inolvidables que hacen pensar a muchos que el idilio inconcluso entre Longina y Corona estaba más vivo que nunca…